La promesa
Micaela está cansada, no cree que poder
seguir adelante con semejante compromiso. Le pesan los años, aunque ya no sabe
cuántos son exactamente. Trata de concentrarse en hacer el desayuno, sus hijos
van a llegar en cualquier momento con los nietos y va a comenzar el domingo
familiar. Suspira y trata de saber si le pesa más el domingo familiar, el
secreto o que él no esté. “es todo lo mismo Mica, todo eso es lo mismo de
siempre tarada” susurra con los ojos vidriosos.
Hace todo por inercia, ignorando el nudo
que tiene en el estómago. Busca distraerse, por lo que se concentra en los
olores que la rodean, tal como él se lo enseñó. “Respira Mica, siente a que
huele la vida, solo eso necesitas para tener fuerzas, es lo que yo siempre hago,
más en estos días” cree oír su voz diciéndolo una vez más, le hace caso e
intenta descifrar los olores de su cocina. Café, lavandina y lavanda “No, la lavanda
no está, solo café y lavandina, la lavanda era el olor preferido de él”, el que
ella usa todos los lunes, el que se pone cada vez lo que recuerda, el que le
arruga el corazón.
Intentando despejarse de semejante
pesadumbre suspira, como lo hacen las mujeres cuando sacan fuerza de las
entrañas, y por un rato, pasa la página. El día transcurre como siempre, un
domingo de ruido, risas, algunas peleas entre los hijos y los gritos de los
nietos que son muy chicos como para estar tranquilos. Comen pasta otra vez,
como manda la tradición y luego la hora del matecito. Dulce y con yuyos, aunque
todos se quejen, pero ella no lo toma de otra forma, desde aquel último mate
con él no ha podido tomarlo amargo.
Ya al final de la tarde todos se despiden,
menos Marcos, que se queda un rato más, como hace siempre. Sin dejarlo hablar
le dice que no se preocupe, que ella está bien, que todos los domingos son
difíciles, pero que ya se le va a pasar, que esté tranquilo que ella ya dejó de
ir al parque los lunes a la mañana hace años, que se vaya a su casa y la deje
tranquila. Le da un abrazo, lo despide y se pone a ordenar la casa. Cae la
noche y Micaela lee un poco, intenta ver la novela, da vueltas buscando que
hacer para evitar que acabe el día pero sabe que es inevitable, que tiene que
alistar la ropa y acostarse a dormir temprano porque la espera otro lunes en el
que no sabe que va a pasar.
Apenas sale el sol ya está de pie, se
baña, se pone un vestido azul, el cabello suelto, no se maquilla, se perfuma
con esencia de lavanda en el cuello y las muñecas. Tal como a él le gustaba que
ella estuviera siempre. Toma el viejo sobre lleno de fotos de Marcos a través
de los años y sale de la casa rumbo a su lugar habitual.
En el colectivo recuerda fragmentos de su
última conversación, esa donde él le dijo que tenía que esconderse, que lo estaban
buscando y no quería ponerla en peligro. Que no se iba a ir lejos, que no quería
perderla y por eso iba a venir todos los lunes a las 9 a darle un beso, para
que ella supiera que él estaba bien y ver cómo iba con el embarazo. Ese día
también le prometió que todo eso iba a terminar pronto y estarían todos bien,
que Marquitos iba a ser un niño muy feliz, que se iban a casar y se irían al
campo a vivir tranquilos, que él le daría esa vida pacífica que ella siempre
quiso. Se despidió diciéndole que la amaba, y la hizo jurar que lo iba a
esperar todos los lunes en aquel parque donde se habían hecho novios. Él
también juró y ella le creyó, porque el siempre cumplía su palabra, era un
hombre de ideales y ella lo amaba.
Micaela llegó al parque un rato antes de
la hora pactada y se dispuso a esperar. Pasó un rato, que como siempre le
pareció eterno, y mientras empezaban a llegar los conocidos del barrio, ella se
fue llenando de esa fría soledad que le calaba los huesos desde hacía tantos
años.
A pesar de que esta vez la rutina fue
exactamente igual, sintió por vez primera miedo al pensar que capaz ya no lo
volvería a ver, que capaz habría roto su promesa y ella no sabía con quien
hablar de todo aquello, solo esperaba a que el apareciera y le explicara todo,
viera las fotos de la vida de Marquitos que se perdió y saber que él estaba
bien, que se había podido ocultar y no lo habían agarrado.
Decidió regresar caminando a su casa. Las
piernas le dolían y necesitaba dormir antes de que la realidad la aplastara,
pero algo en su interior la hacía caminar. Escondida en sus pensamientos cambió
de ruta sin querer, caminó por otra avenida, giró en un museo y llegó a esa
plaza que siempre evitó, a la que siempre le huyó, esa donde las madres
caminaban y esperaban con tanta fuerza y dolor. Le dio una vuelta en silencio, no
se atrevía a más, y sintiéndose incómoda, triste y como que no pertenecía a ese
lugar, aunque también era parte de su historia. Vio los pañuelos en el suelo y
esta vez, por primera vez en tantos años se permitió sentir todo ese dolor. Se
sorprendió al notar que no lloraba a raudales, ni con desgarro, como pensó que
sería llorarlo y sentir su ausencia. Solo pudo hacerlo casi en silencio, con
disimulo, por miedo a que alguien la descubriera y supiera por lo que pasaba,
porque si bien ella también era una madre, no era como las otras. En esa época ella
era más joven, en esa época ella no perdió a un hijo, sino que ganó a uno, en
esa época ella solo perdió al amor de su vida, el que la conquistó, la enamoró,
le hizo una promesa y no pudo cumplirla.
Sentada en un banco de la plaza, meditó en
todo lo que había pasado hasta ahora, y decidió que debía irse rápidamente de
ese lugar y nunca más volverlo a pisar, porque sabía en lo profundo de su
corazón, que mientras ella lo esperara todos los lunes, en ese parque, vestida
de azul, sin maquillaje, con los cabellos sueltos y oliendo a lavanda él
seguiría escondido y con vida, y tal vez, solo tal vez, algún lunes vendría y
retomarían esa vida que no pudieron vivir cuando el simplemente desapareció.
Fue publicado en la antología "Embajada de emociones" de Tahiel Ediciones en el año 2020.
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